jueves, 23 de julio de 2015

EL CURA SIN CABEZA

En plena Carretera Panamericana, a sólo treinta kilómetros al norte de Trujillo,  Capital de la Primavera, se encuentra Chicama, otro importante pueblo del valle de su nombre. Cuando niño, sus calles principales eran “iluminadas” por faroles a kerosén, que tarde a tarde el viejo “San Antonio” Quispe, escalera y caja de fósforos en mano, tenía la tarea de encenderlos. Aunque para decir verdad, este alumbrado mortecino en noches de Luna no era necesario, pues el cielo límpido y azul tachonado de estrellas ofrece mucha claridad y un espectáculo maravilloso; a simple vista, se puede identificar las constelaciones y esta posibilidad extraordinaria, hace que quienes contemplemos el hermoso cenit estrellado en Chicama, experimentemos con cierto temblor de admiración, lo grandioso que es la Creación de Dios.


En mi “pueblo chiquito” aún se mantienen enhiestas viejas casonas de adobe, en las cuales pareciera el tiempo se ha detenido. Sus muros guardan celosos, historias increíbles, que la tradición ha adornado he incrementado con mucha imaginación. Si alguna vez visita Chicama, sede del aquelarre que dio origen al mote de “chicameros brujos”, vaya dispuesto a nutrir su fantasía con leyendas inverosímiles. Estas son transmitidas en una cultura ágrafa, de padres a hijos, en sobremesas nocturnas, a la luz de un candil o lámpara de kerosén, mientras los chicos que escuchan “se mueren de miedo”. Alrededor de la plaza de armas, existen muchas de estas casonas, las que hoy nos ocupan, son dos edificios en estado ruinoso, la iglesia de “Santo Domingo de Guzmán” y el convento contiguo.


Cuentan los viejos del pueblo, que al finalizar el siglo pasado, habitaban el monasterio una veintena de monjes y curas que atendían los servicios espirituales de todo el Valle Chicama. Entre ellos, habitaba un joven mancebo con pretensiones de obispo, y vaya que si lo hubiera logrado si no se le ocurre al maligno “meter su cola” en el asunto. Un día que el joven curita hacía méritos y trabajaba en el huerto monacal, se interrumpió el riego y fuese a ver aguas arriba, cuál era la causa, al pasar por la huerta de don Eliseo Benítez, se dio “a golpe de nariz” de ver a la hija mayor del viejo, bañándose en la acequia tal como “Tata” Dios, lo trajo al mundo. Mudo de la sorpresa, la contempló embobado, paralizado, sin atinar a nada, pero con el corazón apresurado latiendo alocadamente.


La doncella, ajena al inoportuno fisgón, siguió inocente mostrándose en el espejo de las aguas cristalinas; ni que decir, a partir de ese día, se le derramó la espiritualidad al padre José, no se acordaba ya del camino que conducía al obispado, más bien, con cualquier pretexto visitaba la casa del viejo Eliseo, para ver a la bella y dulce Marianita, la que a fuerza de ver al curita, tampoco le hacía asco, pues, de ser guapo y atractivo el mancebo lo era.


Dicen los viejos que narran esta historia, que en noches de Luna, se daba el concierto de amor de la pareja y que cerca de la medianoche, un “chilalo” de cabeza negra imitaba el trinar de esa ave y la moza quedamente abandonaba el lecho para ir en busca de su amante. Noches eternas fueron testigo presencial de estos secretos desvaríos y de tanto abonar el surco, la semilla germinó. De nada valió la reprimenda materna y la amenaza de “convertirse en mula” por sucumbir a los amores de un cura; de nada valió los consejos del Prior del convento y la amenaza de excomulgarlo por violar sus votos sacerdotales. El cura José, seguía abandonando sigilosamente por las noches el convento.


Enterado don Eliseo Benítez de la maternidad de su hija, montó en cólera, su orgullo herido por los deslices de su adorada Marianita no se quedaría así; él había soñado con casarlo algún día con el hijo de don Braulio, hombre pudiente como él y todos esos planes quedaban truncos, hechos añicos.


Don Eliseo se transformó, se hizo huraño mientras maquinaba su plan de venganza. Un día, en la oscuridad de la noche, llegó esbozada una mujer a la casa del viejo, casi en secreto, a la luz mortecina de unas lámparas de bronce, fue introducida con prontitud a la alcoba de Marianita, quien al enterarse del propósito se negaba al aborto del “fruto de su vergüenza”. Presionada por la autoridad paterna, bebió las pócimas que le ofreció la anónima mujer –sin saberlo bebía su propia muerte-; el día amaneció y la bella Marianita se agravó, no resistió las prácticas a que fue sometida por la matrona de la muerte, ante esta situación, el viejo Eliseo quiso llevar hasta el final su venganza, y en su febril locura, concibió el dar de beber de la copa de amargura, al cura causante. Lo hizo llamar, para que su hija recibiera de sus manos “la extremaunción”. El estado lamentable en que encontró al amor de su vida, lo hizo derrumbarse de dolor, era una rosa y un clavel tronchados a la mala; ella en un momento supremo de lucidez le alcanzó a decir: “Han matado a nuestro hijo… Te espero en el cielo”, y con un suspiro cerró los ojos para siempre.


Preso de dolor, el joven religioso abrazó con desesperación a su amada y sollozó como un niño en orfandad, mientras sus labios musitaban ininteligibles oraciones en latín, quizá ruegos, pidiendo a Dios que no se la llevara. Finalmente, besó con unción a la muerta, se puso de pie y comenzó abandonar la estancia, su rostro estaba alterado, como si hubiera perdido el juicio, se dirigió a la iglesia, subió al campanario y comenzó a tañir las campanas de graves sonidos que anunciaban muerte… Don Eliseo, desde lejos, contempló con regocijo diabólico el dolor del cura. Más cuando este alcanzó a verlo le gritó: ¡Don Eliseo, todavía no está satisfecho… quiere venganza. Tomé mi vida! Y desde lo alto del campanario se precipitó como paloma herida.


Cuentan los viejos del pueblo, que en las noches de Luna menguante, cuando las sombras propician el misterio, se escucha en el silencio de la noche el canto triste de un “chilalo”... y luego, del abandonado convento antiguo, surge la enigmática figura de un “cura sin cabeza”, que se pasea por el atrio de la vieja iglesia, como si buscara su cabeza... de pronto, se escucha lastimeros gemidos  gangosos llamando al amor de su vida. Este aparecido, se pierde por donde quedaba el huerto del viejo Eliseo… Si vas a Chicama, ten cuidado, no vayas a encontrarte tarde la noche, con... "el cura sin cabeza".

Hugo Tafur

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